La magia del mundo: la sinfonía del Dios encantado


Un hombre se enamora y expresa su amor declarando que ha sido “hechizado”; luego le presentan a alguien y caballerosamente pronuncia el consabido “encantado de conocerle”. Otro ejemplo: una multitud oye el discurso de un político con el cual se identifica y se dice de ellos que “están fascinados”, o “la gente ha sido embrujada por tal o cual...”. Los conceptos fascinación, sugestión, encantamiento, sortilegio, conjura, etc., y sus derivados, forman parte del vocabulario común que utilizamos en la vida cotidiana. Hasta los más recalcitrantes racionalistas utilizan con desenvoltura vocablos cuyo origen se encuentra estrechamente ligado con el mundo de la magia. No obstante, cada vez que pueden declaran que la magia como tal, es fruto de la superchería, de la ignorancia de la gente, y se declaran escépticos e incrédulos atrincherándose en lo que ellos consideran el verdadero saber: el conocimiento científico y racional del mundo.

Esta mentalidad anti-mágica, racional y cientificista es la que predomina en los medios cultos de las sociedades occidentales. El problema es que se reniega de la espiritualidad con la misma liviandad con que se prescinde de la magia. La idea central de este pragmatismo moderno, de este rechazo por el contenido mágico del mundo, de esta verdadera animadversión por el lado “oculto” de las cosas, tiene que ver con una compulsión, un apremio que lleva al hombre a querer enclaustrarse en la materia. Es un instinto que lo arroja de bruces sobre el espejismo de la realidad sensible y lo incita a cerrar los ojos frente a todas aquellas cosas que no calzan con la explicación del mundo que la ciencia oficial le brinda. Es como si la mente humana intentara escabullirse de algo, de una amenaza que la sobrecoge, que la horroriza. Y es que todo aquello que genera rechazo convulsivo tiene que ver con el miedo. En el caso de la magia y de la espiritualidad es un miedo metafísico, un miedo que atañe únicamente al alma, a la psiquis humana, y que dice relación con una poderosa intuición que le sugiere: “todo lo que está más allá del mundo material pertenece a un ámbito en que se mueven fuerzas en extremo peligrosas, potestades extrañas, infernales...”.


Vemos en este miedo casi instintivo un motivo subconsciente que lleva al hombre moderno a querer huir de todo aquello que no es parte de su realidad concreta, cotidiana. El hombre inconscientemente huye de lo desconocido porque sabe que en lo desconocido mora la fuente misma de sus penurias. La muerte es una puerta abierta que sugiere un mundo de negrura, de fuerzas tenebrosas, corrosivas. Lo que hay más allá de ese umbral ha colmado siempre las fantasías humanas de presagios funestos, vacilación, perplejidad, espanto. Desde el extremo de la vida en la Tierra, por más que se considere al mundo “un valle de lágrimas” –en todo caso, un escenario más o menos seguro-, todo lo que representa ese más allá, es un salto al vacío, un abismo de tinieblas, de sombras fantasmales, de acechanzas impensadas, de zozobras, de pérdidas irreparables.   

Así, el hombre ordinario se entrega sin reparos a una visión de la vida que le da la espalda a ese vasto océano de incertidumbre. La razón, la racionalidad, es el motor, la guía, el timón, de la vida moderna. La civilización racionalista rehuye los terrenos que asume pertenecen al ámbito de lo “irracional” con la misma ansiedad o prisa con que el navegante elude las rompientes traicioneras porque en esa esfera sabe que ya no cuenta con la brújula del intelecto, de su capacidad analítica, metódica, sintética, es decir, con la capacidad de distinguir y de relacionar las cosas unas con otras, de descubrir, objetivizar y explicarse su realidad con la pura fuerza de su inteligencia.
El hombre moderno prefiere pensar que todo cuanto tiene en este mundo es lo que la sensata razón le muestra, y que no hay nada más que lo que ve, toca y verifica por medio de sus sentidos o descubre por medio de su intelecto. Lo suprasensible, lo incorpóreo, lo inmaterial, los dominios del alma, el mundo del espíritu, pertenecen al ámbito de la superchería, de la superstición, y no son más que ejemplos del primitivo atavismo religioso humano.
Incluso a la misma fe se le impone una teología, un dogma, un credo, que le brindan una armazón intelectual aceptable, digerible para la razón todopoderosa. Todo tiene su explicación en las cosas y leyes del mundo: la luz no es más que un subproducto de la combustión de los astros; la inteligencia, la facultad de conocer, es sólo una destreza del cerebro humano que, aunque misterioso, es un órgano físico, susceptible de ser estudiado, medido, pesado, etc. También para el amor hay una explicación: un lazo sutil que tiende a unir lo que está separado, un sentimiento que puede llegar a expresarse a través de reacciones químicas y viscerales del organismo, tal como la ley de la gravitación universal se expresa en la atracción que ejercen unos cuerpos sobre otros en el espacio; y así sucesivamente...  

Por eso el hombre huye de la magia. Lo hacen incluso aquellos que creen en un más allá que se le ofrece al hombre en el horizonte de la experiencia religiosa. El mismo catecismo de la Iglesia reprueba y censura las prácticas ocultas, las artes adivinatorias, la astrología, la magia en todas sus formas. Se trata de proteger al creyente de ese Universo insondable y peligroso que está más allá de la materia, de la vida y de la muerte. Ocurre que la Iglesia tiene perfectamente claro que existen fuerzas sutiles en el Universo que pretenden someter al hombre, esclavizarlo, destruirlo. Sabe muy bien que hay entidades poderosas que desprecian el mundo humano, que odian al hombre y que abominan de la misión que le cabe realizar en el Cosmos. Es por eso, por ejemplo, que se niega a aceptar de buenas a primeras los supuestos mensajes marianos y de entidades extraterrestres que se ponen en contacto año a año con multitud de médiums, videntes, iluminados y místicos de todas las layas. Pudieran ser influencias de origen desconocido que asumen la “forma” de entidades benéficas a objeto de perder al hombre, de tentarlo, de desviarlo de su camino, del cual sus representantes se sienten legítimos custodios. Esa es la causa del recelo tantas veces excesivo que muestra la Iglesia frente a estos fenómenos.

La idea es que sólo accedan a ese “más allá” los mejores, los que hayan madurado en el duro y exigente camino de la espiritualidad verdadera. A los demás sólo cabe ponerles trabas. Lo espiritual anímico no es cosa de débiles ni holgazanes. Muchos han muerto tratando de atravesar los torrentes de residuos psíquicos y anímicos que rodean la Tierra, los egrégores y efluvios siniestros que se desprenden de las multitudes desquiciadas, el miedo, el odio, los vicios humanos, los pensamientos nocivos, el resentimiento, el egoísmo, el desenfreno, todas las pasiones humanas, que asumen las formas monstruosas de “bestias” cósmicas repulsivas, asesinas, verdaderas gorgonas y leviatanes que viven la vida que la humanidad les presta. Con estos egrégores y otras entidades superiores, aún más peligrosas, ha de vérselas el hombre que intente liberarse de los lazos de la Tierra. Es la forma con que el Cosmos inteligente se asegura que sólo los mejores, los virtuosos, los puros de corazón, los que hayan desarrollado al máximo su sentido de responsabilidad y la capacidad de amar, lleguen al lugar que es al mismo tiempo la cuna y el destino del hombre, ese gran peregrino.     

Pero la verdad es que la magia está en todas partes. Vivimos rodeados de magos, de nigromantes y hechiceros. Los que creen que sólo se trata de alucinaciones, de engaños y mentiras, sólo juzgan el aspecto exterior de las cosas. Sin duda hay muchos que sólo practican formas rebajadas de magia, brujería superficial, frívola, remedos de la verdadera ciencia sagrada o teúrgia, ciencia que opera en el plano de lo espiritual y lo divino.
Tantas veces los mismos “creyentes” olvidan que la Creación ha sido un acto mágico, pues el mundo entero, el Universo, ha nacido de un acto imaginativo de la divinidad. En efecto, la Creación misma es una proyección ad infinitum de las imágenes contenidas en la mente del Creador. Y es que la magia es, básicamente, “el arte de concretar ideas”, de “hacer que las cosas sucedan”, de proyectar el pensamiento, el mundo interno, en el fondo vivo de lo manifiesto. El auténtico mago lo que en verdad hace es plasmar en la realidad exterior el contenido de las imágenes a las que ha dado forma en su conciencia. No se trata tan sólo de brebajes, de conjuros y ritos descabellados. Se trata de despertar, organizar y proyectar hacia fuera la portentosa fuerza mental que en el hombre ordinario duerme bajo las espesas capas del subconsciente.

En verdad, lo que el mago hace conscientemente, el hombre corriente lo hace en forma inconsciente. Vivimos rodeados de magia, sufrimos las consecuencias de la actividad mental y emocional de todos quienes nos rodean y aún de las instituciones y de los colectivos humanos de los más diversos grados. Y es que la actividad mental y emocional de la gente, tal como la vida orgánica, genera residuos, deyecciones, secreciones, excrementos. Muchos influjos en forma de ideas, representaciones, negaciones, sentimientos, impresiones, emociones, miedos atávicos, modelan nuestra vida sin que nos enteremos nunca de que en fondo son excreciones de la vida anímica de la sociedad en que vivimos. Muchas enfermedades y padecimientos del alma y del cuerpo podrían explicarse de ese modo. La depresión es un ejemplo de ello, también el SIDA, el cáncer, etc. Plotino, filósofo griego fundador del neoplatonismo, dice: “Todo ser que tiene relación con otro puede ser encantado por él, hasta el punto que éste lo hechice y lo arrastre consigo. Sólo el ser que no tiene relación más que consigo mismo queda libre del encantamiento...”.

Los magos de hoy no necesitan varitas mágicas. Cualquier instrumento les sirve. La televisión, la industria de la entretención en general, es la más poderosa varita que jamás haya existido. También los usos y costumbres propios de la sociedad industrial y del mundo de las finanzas parecen sacados del alma negra de una cofradía de magos poderosos que se han propuesto destruir la Tierra y esclavizar a sus habitantes. El poder destructor de las fuerzas que mueven la economía de los países es inconmensurable. He ahí un ejemplo vivo de lo que es la magia en verdad. Millones de hombres, en todo el globo, pensando, moviéndose y actuando como un solo organismo monstruoso dedicado a destruir la biosfera, dañando irremediablemente sus delicados equilibrios, ensuciando las fuentes de agua, contaminando los mares, vertiendo millones de toneladas de residuos tóxicos en el aire que todos respiramos. Y todo eso en connivencia con los gobiernos de todos los países del mundo.
Lo increíble es que la enorme mayoría de esos hombres son, en verdad, “buena gente”, personas como todos que se enamoran, se casan, tienen hijos, se enferman y están conscientes del peligro. No son los monstruos que los ecologistas creen y quieren hacer creer a los demás. Sin embargo, no pueden hacer nada. Ellos simplemente cumplen con el papel que se les exige.
Pero... ¿qué o quién “exige”? Es que la economía mundial, la industria, la banca internacional, las leyes que rigen las finanzas planetarias, tienen un “alma” propia, una cierta “corporeidad” independiente de las personas que se ocupan de ellas. Ocurre lo mismo con las barras bravas del fútbol y con lo que en general se expresa a través de las turbas descontroladas, el desenfreno, el instinto de destrucción. Siempre hay algo poseyendo a la gente... algo que, siendo muchas veces de origen humano, no es propiamente humano. Y el hombre vive, mata, muere, bajo el influjo de esas fuerzas misteriosas.

Esa es la magia, la magia de la vida cotidiana. El hombre de la calle lo intuye. Es cosa, de leer los avisos de cualquier diario popular. Está plagado de brujos, hechiceros, milagreros, sanadores, adivinos y mercachifles que ofrecen sus servicios de todo tipo a un público crecientemente interesado en contratarlos. Es la humanidad impotente que busca un camino para satisfacer sus demandas más hondas: seguridad, salud, amor. Se trata de hacerle trampas a la vida, a la naturaleza, a la realidad hostil del mundo en que vivimos. En un diario chileno salió recientemente un aviso que decía: “¡Si yo no puedo unirte a tu pareja ni Dios podrá!” El pretendido “mago” promete firmar un contrato notarial que asegura que si no logra unir al consultante con su pareja antes de dos semanas le pagará un millón de pesos (unos 1.600 euros). Indudablemente esa clase de prácticas son formas degeneradas de la magia verdadera que es, en esencia, un puente entre el microcosmos y el macrocosmos.  

La mente humana es un enigma aún por resolver.  El cerebro es una floración de la espina dorsal, la cúspide de aquella escalera que hizo posible que algunos primates, en los remotos tiempos en que el alma humana descendía a la Tierra, se irguieran del suelo y levantaran su vista a las estrellas. Sólo así el receptáculo −el cuerpo de los primates− pudo estar listo para alojar a las mónadas humanas, semillas de dioses, gérmenes del hombre futuro, que descendían del “cielo”.
Desde un principio el impulso que hizo posible el poblamiento del planeta empujaba al hombre a elevar su mirada a los cielos. El hombre sólo puede resolver el enigma de su vida mirando hacia arriba, sintiendo el vértigo de los espacios infinitos, del firmamento, de la eternidad. Esa agitación, esa turbación, ese palpitar de su alma que enciende el fuego en los abismos de su interioridad, se llama devoción. Ese es el primer paso en el camino de regreso a las estrellas. La devoción lo llevará a danzar alrededor del fuego, a adorar las fuerzas de la naturaleza, a esculpir ídolos de piedra y a descubrir por doquier la diligente presencia de las jerarquías cósmicas que él bautizará luego con el nombre de “dioses”. Más tarde llegará a intuir la presencia de un Ser Supremo, de un Dios más grande que todos los dioses, para finalmente entender que toda aquella magnificencia mora también dentro suyo. Primero construye templos, luego descubre que él mismo es un templo. Es la devoción la que hace que el hombre comprenda que esos espacios infinitos se hallan replicados en su interior, en su propia alma. El hombre, ese microcosmos, ha sido “hecho” a imagen y semejanza del macrocosmos. La mente humana, entonces, está vinculada a la “mente universal”. Y es la interrelación de todas las cosas a lo que el hombre llama “magia”.

La separatividad es una ilusión. Dios está en el mundo y el mundo está en Dios. Así de simple y maravilloso es nuestro Cosmos. Rudolf Steiner dice que Dios-Padre yace dormido en la Naturaleza, que se encuentra “hechizado” en el mundo, y que sólo el hombre “despierto”, el iniciado, es capaz de “despertarlo”, dando a luz así al Hijo, al Espíritu.
El gran maestro austriaco, fundador de la antroposofía, señala, citando a Jenófanes, que “hay un Dios superior a todos los dioses y al hombre. Su cuerpo no es como el de los mortales y, menos todavía, un pensamiento...”. Y agrega: “Este Dios era el de los Misterios. Podía calificársele de un ‘Dios oculto’. Porque –se creía− el hombre meramente sensorial no podía encontrarle en parte alguna...”. Y luego se pregunta: “¿Dónde está Dios?’. Está era la pregunta que bullía en el alma del neófito. Dios no está, pero la Naturaleza sí que está. Es, pues, en la Naturaleza que tiene que ser hallado. Porque en ella ha encontrado una tumba encantada...”.
Ahí está, según él, el verdadero sentido de la expresión “Dios es Amor”, porque “Dios ha llevado este amor al máximo. Él mismo se ha entregado, en infinito amor, derramando su Ser; fragmentándose a Sí Mismo en la multiplicación de las cosas de la Naturaleza; éstas viven, y Él no vive en ellas: reposa en ellas...”.
Steiner sostiene que es en el hombre donde Dios vive, y que el hombre es capaz de pre-sentir la vida de Dios en su interior, pero que para que este presentimiento llegue a ser en verdad “conocimiento conciente”, ha de liberarlo “creando”.  Y dice: “El hombre vuelve ahora su mirada hacia adentro. Lo divino actúa en su alma como una fuerza creadora oculta, todavía sin existencia manifiesta. Hay en esa alma un lugar sagrado donde la divinidad hechizada puede volver a la vida. El alma es la madre capaz de concebir lo divino que de parte de la Naturaleza se le ofrece. Si se deja fecundar por ésta, el alma dará a luz a lo divino, que nace del matrimonio del alma con la Naturaleza, que dejará de ser, por tanto, lo divino ‘oculto’ para ser lo divino revelado. Posee vida, vida perceptible, que se mueve entre los hombres. Es el Espíritu deshechizado en el hombre, retoño del Dios encantado...”.

Puede verse aquí el vínculo entre magia y religión. Siempre ha sido así: primero viene la magia, después la religión. Más allá de eso está el Amor. Nada más. El hombre no se completa ni con la magia ni con la religión, pero sí con el Amor. Porque el Amor es, al mismo tiempo “magia” y religión, en el sentido de re-ligare, de volver a unir, lo que antes estuvo unido. Ese es el sentimiento, la intuición, que aflora, por ejemplo, en un hombre como Einstein cuando hace una aseveración como esta: “Es asombroso notar cómo surge, a medida que se avanza en la investigación experimental, un orden sublime de lo que parecía ser el caos...”. A fin de cuentas, un científico es un “mago” que busca la fuente de su poder.  

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