Hay dos fuerzas primordiales en
el universo: el Amor y el Odio. Estas dos fuerzas expresan dos principios
cósmicos contrapuestos, el de la afirmación y de la negación, la simpatía y la
enemistad, la armonía y la lucha, la guerra, la oposición. Todo el universo
está construido siguiendo la pauta de esta tensión permanente entre una y otra
fuerza arquetípica. En la vida humana ambas se expresan a diferentes niveles.
El hombre ordinario vive su vida poseído por estas dos fuerzas, es impotente
ante ellas. Por el contrario, el “hombre despierto” es dueño y señor de su
destino. Se instala en medio de la lucha proveyéndose de estas fuerzas para la
sublimación de sus capacidades y la coronación de su voluntad. Esto es, para la
vida superior.
Todo cuanto el amor, en sus diversos grados,
despierta en el hombre es confianza, seguridad, bienestar. Por el contrario,
allí donde el hombre percibe odio, animadversión, antipatía, se encienden las
alarmas que señalan el peligro. El miedo se instala en el alma humana cada vez
que ésta percibe el palpitar del “odio”. Allí donde el “odio” actúa hay un
riesgo para la integridad humana, pues éste es siempre destructivo, nocivo,
tóxico. La respuesta natural al odio es el miedo, la turbación, la
desconfianza.
Sirva lo anterior como una introducción para lo
siguiente. Frank Herbert, el autor de esa admirable saga de ficción llamada Dune (Duna),
ha concentrado en unas pocas líneas toda una teoría acerca del valor y del
miedo y su natural secuela en la vida humana. Es la Letanía contra el
Miedo del ritual Bene Gesserit (la Bene Gesserit en la novela de
Herbert es una antigua escuela semi mística de adiestramiento mental y físico
para mujeres establecida luego de la Gran Revolución que destruyó la tecnología
de los ordenadores y la inteligencia artificial). La cito:
No conoceréis el miedo. El miedo mata la mente. El
miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi
miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado,
giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo
ya no habrá nada. Sólo estaré yo...
Pues bien, ¿qué es el miedo? Según el diccionario,
“una perturbación angustiosa del ánimo por un peligro real o imaginario”. Y
también: “Recelo de que suceda una cosa contraria a lo que se desea”.
Los seres humanos le tememos a la muerte, a la
enfermedad, al vacío, al dolor, a la soledad. El miedo, que es la alarma que le
advierte al hombre de la presencia de la fuerza destructiva, condiciona nuestras
vidas. Pero el miedo ha de ser sólo eso, un detector de peligros, una alarma,
una sirena. Pues si se instala en el alma, viene a convertirse en el primer y
más letal instrumento de las fuerzas de oposición. Por eso se dice que el miedo
“mata”, que “paraliza”, y que es el primer rival a vencer por parte del hombre
que ha despertado a una vida superior. No se puede trascender el “odio” sin
trascender el miedo. Quién teme morir vive su vida a merced de la muerte.
Sucede lo mismo con las enfermedades, con la soledad, con el vacío...
Después del 11 de septiembre del 2001 el miedo ha
cobrado en el mundo una especie de “corporeidad”. Ciertamente, siempre ha
habido miedo en el mundo, inseguridad, confusión, coacción. Precisamente, el
arma principal de los “dominadores”, jefes tribales, reyes, generales, conquistadores,
cabecillas, revolucionarios de todas las épocas, ha sido el “terror” que han
sabido inspirar en el alma del pueblo llano. El hombre sencillo es fácilmente
impresionable. Hasta hace bastante poco los principales medios de que se valían
los poderosos de la Tierra para mantener altas concentraciones de poder eran el
poderío militar y la propiedad de la tierra y de los medios de producción, esto
es, la posesión del capital, además de la dirección de la institucionalidad
religiosa que “administraba” la promesa de premios o castigos en la vida post mortem.
Hoy en día el tema es más complejo. Están los medios de comunicación, el cine,
la televisión, los videojuegos, que invaden el alma de la gente, ya no sólo su
espacio vital. Es sabido ya el poder de la información. Desde el punto de vista
de la administración del “poder” es más trascendente la propiedad de los medios
de comunicación masiva que la primacía militar. Sin embargo, aún así se han
abierto espacios a través de los cuales puñados de hombres dispuestos a todo
son capaces de poner en jaque a los otrora omnímodos dueños del mundo. Y el
arma que utilizan es el “miedo”. Nubes de irracionalidad asolan el globo.
Fundamentalistas, guerrilleros, turbas descontroladas, muchedumbres insumisas
que dan nacimiento y guarecen en su seno a toda clase de descontentos
descolgados emocionalmente de las sociedades en que viven. Y el factor común de
todos estos fenómenos es el “miedo”, y tras el miedo, la intuición del peligro,
de la amenaza omnipresente de las fuerzas destructivas, la desconfianza, la
enemistad, la oposición, el “odio”. El odio...
El hombre vive montado a horcajadas sobre el vacío,
asomado al abismo de la Nada que se yergue como pálido sumidero de almas más
allá del último suspiro. “Después de ti no hay nada...” -pareciera
susurrar la modernidad en lo oídos de la gente-, “después de ti no hay nada...”.
La vida pareciera haber perdido todo sentido como no sea para atiborrarse de
cosas, de bienes materiales, de conquistas pasajeras. La vida moderna puede ser
resumida en el instinto de “poseer”. Poseer, acumular, ostentar, conservar. El
miedo entonces se convierte es terror a ser desposeído, despojado, privado de
las “cosas” que más queremos, status, personas, cargos, dignidades, etc. Es
curioso constatar cómo aún los más poderosos de la Tierra tienen miedo.
Rodeados como están de guardias privados, ejércitos, campos minados, tecnología
de punta, etc., tienen miedo. Y mientras más poderosos, mientras más tienen,
más miedo, más “terror”. Y es que el miedo que como ya se dijo es una alarma
que advierte la presencia de la fuerza demoledora del “odio”, sólo puede ser
combatido proveyéndose del recurso de la fuerza contraria, el “amor”. No armas,
no ejércitos, no campos minados..., sino amor.
Sin embargo, ¿qué es el “amor”? Con demasiada
frecuencia el hombre ordinario confunde el amor con el apego a las “cosas”,
personas incluidas. El “amor de pareja”: el apego al cuerpo y la personalidad
de una yunta que nos ayuda a tirar del carro de la vida. El “amor a los hijos”:
el apego a las individualidades en que vaciamos nuestro altruismo, nuestra
necesidad de dar sin exigir retribución (eso al menos en principio). El “amor
al trabajo”: el apego a la fuente de recursos que nos proporciona la
posibilidad de vivir la mejor vida posible, a tener lo que queremos, a alcanzar
nuestras metas...
Pero el amor no es eso. Todo lo que el hombre
ordinario experimenta como “amor” es en realidad un remedo del amor, una copia
burda, un facsímil de mala calidad. Y es que el amor, el verdadero
amor, es algo que no puede ser experimentado desde un estado de conciencia
ordinaria. El amor, a decir verdad, es algo “extraordinario”. Una fuerza
cósmica, una energía, un impulso del espíritu que busca cohesionar el universo,
recrear en el microcosmos humano la totalidad del macrocosmos, la unidad
trascendental de todas las cosas y seres que lo habitan, que le dan forma y
substancia, que conforman su esencia. El amor es la puerta por medio de la cual
la humanidad se proyecta más allá de la muerte (el vocablo A-mor significa,
literalmente, “sin muerte”). No hay Amor allí donde no hay libertad. No hay
Amor donde no hay bondad, donde no hay verdad, sabiduría, belleza del pensar,
del obrar, del querer.
“No conoceréis el miedo...”, guerreros,
hermanos, amantes. “El miedo mata la mente...”, deja al hombre a merced
del odio, del caos, de las fuerzas destructoras. “El miedo es la pequeña
muerte que conduce a la destrucción total...”, la destrucción de la
esperanza, del hombre mismo, de su mundo interno, de su alma. Es por eso que de
cara al “terror” el hombre sólo puede arrostrar el miedo, encararlo,
interpelarlo, como al verdadero enemigo. El enemigo no es Bin Laden, nunca lo
fué, ni Saddam Hussein, ni Bush, ni Pinochet, ni Hitler, ni Stalin, ni ningún
otro. Ellos también fueron presas del “miedo”. El verdadero enemigo es el miedo
que paraliza, el miedo capaz de llevar a cualquier hombre a acometer la tarea
desquiciada de construir imperios, fortalezas, señoríos más allá de su alma. El
miedo que impide que los seres humanos se valgan sólo de sí mismos para
enfrentarse a los peligros de la vida. El miedo que los impulsa a armarse hasta
los dientes para subsistir en un mundo que ellos mismos han vuelto peligroso.
El miedo que hace ver al otro siempre como una amenaza. Es por eso que la
actitud sabia contra el miedo es dejarlo pasar, aislarlo en su inanidad. El
miedo sólo tiene poder frente al miedoso, frente al que se aferra a
él, al que se crucifica en él, cayendo en la ilusión que surge de los cantos de
sirena de la separatividad, creyendo que lo que le ocurre al otro no le afecta,
que el dolor ajeno no tiene consecuencias para su propia existencia. El hombre
no está aislado, no es un ser “independiente”.
Así, el que enfrenta el miedo, el que lo conjura
dejándolo pasar de largo, dejándolo pasar sobre él, a través de él, cuando gira
su ojo interior, cuando despierta su conciencia dormida, descubre que donde ha
pasado el miedo ya no hay nada, absolutamente nada, excepto el propio Yo, el Yo
Superior, que comprende que el universo es un Todo y el hombre un fragmento que
si aspira a “permanecer” debe despojarse primero de todo aquello que ha de
morir en él.
Tal vez, de cara al terrorismo, sólo valga aplicar
el método de las Bene Gesserit: “No conoceréis el miedo. El miedo mata la
mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total.
Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya
pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado
el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo...”, pues sólo ese“yo”puede ser
capaz de descubrir a los otros “yoes” y construir con ellos un mundo sin miedo.
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